Tener un libro entre las manos es una experiencia vital,
su peso, su olor, su tacto… un libro asocia imagen y concepto, un libro
es cultura además de ser un objeto. Esa asociación se ha conseguido
tras varios siglos en los que el uso del libro apenas ha cambiado. Su
diseño se ha estilizado y su producción se ha perfeccionado al máximo, pero, en definitiva, un libro del siglo XIX se usa igual que un libro del siglo XX.
Uno de los grandes puntos a favor de los libros es que nos hacen sentir que fijan la cultura. El conocimiento está ahí, entre sus páginas, son el vehículo entre el mundo de las ideas y el mundo real,
no importa lo que pase fuera, una vez el libro está escrito servirá
para siempre, todos podrán acceder a él. Por eso acumulamos libros, por
eso pensamos que un libro no se puede perder, ni tirar, ni destruir, ya
que siempre, en algún lugar, le puede servir a alguien. No sé vosotros,
pero a mi me sienta fatal ver libros en la basura,
aunque es cierto que cuando se transforman en obras de arte no me afecta
en absoluto, ya que lo considero una manera de reciclaje.
Reciclaje, ese es un tema interesante. ¿Alguna vez os habéis parado a pensar en el impacto ambiental de la industria editorial?
Tened en cuenta que una vez que se produce un libro tiene un número
determinado de usos/lecturas y se acabó. Muchos libros son leídos una
vez durante su vida útil, otros ni eso. Los hay, claro, que acaban en
bibliotecas y colegios y en muy poco tiempo pasan por decenas de manos.
Muchos acaban en casas particulares y son leídos tres o cuatro veces. No
voy a descubriros nada si os digo que los libros están hechos de papel,
claro, y que la industria papelera no es precisamente de las menos contaminantes.
Lo normal sería que cuando un libro ya no va a ser leído más pasara a
una bibloteca, a una ONG o al cubo de reciclaje. Sin embargo, no lo
hacemos. Ese libro es nuestro, ese pedazo de conocimiento se queda en casa, en nuestra librería. Aunque sepamos positivamente que no volveremos a leerlo nunca más, aunque fuera un best-seller malo malísimo; como mucho lo prestaremos con la esperanza de que no vuelva a casa.
Y es que los libros no son sagrados. Tendríamos
todos que tenerlo en cuenta. No son vasijas receptoras de cualidades
eternas. Si dejas un libro en el exterior verás que tarda menos de un
año en desaparecer por completo, pero sólo unas pocas semanas en dejar
de ser útil. Los libros que atesoras en casa sin un complejo sistema de
climatización no vivirán para siempre, se irán
degradando poco a poco -liberando esos olores que tanto gustan- antes de
volverse quebradizos y ser atacados por hongos y gusanos. No tenemos
libros como los viejos incunables en casa, no nos engañemos, la vida útil de los libros no llegará en muchas ocasiones a nuestros nietos. Y eso con suerte.
Por eso me gustaría que todos pensáramos bien en lo que hacemos con los libros que atesoramos en
casa. Es cierto que un libro puede servir a mucha gente antes de que el
uso lo degrade, no somos quienes para negarle esa vida. ¿Tienes libros en casa que no usas? ¿Que sólo leíste una vez? ¿Que te regalaron y ni siquiera has abierto? Dónalos, regálalos, llévalos a una biblioteca, ponlos en puntos bookcrossing, pero no dejes que la cultura desaparezca poco a poco entre las cuatro paredes de una habitación cerrada. Debería ser libre. En el mejor de los sentidos.
Original de Alfredo Álamo (28 de mayo de 2012), tomado de Lecturalia.
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